domingo, 30 de enero de 2011

TEXTOS DE GOETHE

A. "LOS SUFRIMIENTOS DEL JOVEN WERTHER"
 

12 de mayo
  No sé si por estos lugares se pasean hechiceros espíritus o si un delirio del cielo llena mi pecho, porque todo lo que me rodea me parece un paraíso. A la entrada de la ciudad hay una fuente… una fuente a la que me encuentro adherido, como por encanto, igual que Melusina y sus hermanas. A la falda de una pequeña colina, se puede ver una bóveda; se bajan 20 escalones y se ve saltar el agua más pura y transparente de los peñascos de mármol. La pequeña pared que forma su recinto, los árboles, que techan con su sombra la frescura del lugar, todo esto tiene un no sé qué atractivo y desconsolador al mismo tiempo; y no pasa un día que deje de descansar ahí una hora. Las mozas vienen a buscar agua; ocupación inocente y pacífica, que no desdeñaban en otros tiempos las hijas de los reyes. Cuando ahí estoy sentado recuerdo una vida patriarcal; rememoro que nuestros antepasados a la vera de la fuente creaban sus relaciones; que ahí era adonde iban a hablarles de amor; que alrededor de las claras fuentes revoloteaban y jugueteaban incesantes mil genios bienhechores.
  ¡Oh! Si hay alguien incapaz de sentir aquí lo que yo siento, es que no ha probado el placer de la suave frescura de una fuente, después de una larga jornada por un camino árido y vacío, bajo los ardientes rayos de un sol que quema.

15 de mayo
  Las buenas gentes de la localidad me van conociendo y me quieren, sobre todo los niños. Al principio, cuando me acercaba a ellos y les hacía algunas preguntas con cariño, imaginaban que quería burlarme y me contestaban con brusquedad, casi brutalmente.
  No me enojaba por eso, pero no dejé de sentir vivamente la verdad de una observación que antes había hecho: que ciertas personas de alta sociedad se apartaban de sus inferiores, como si el acercarse a ellos o dejar que se les acercaran debiera robarles la dignidad; y algunos casquivanos o majaderos se divierten y complacen en fingir familiaridad con el vulgo para hacerle sentir después su desprecio de manera asertiva.
  Sé que no todos somos iguales ni podemos serlo; pero sostengo que quien se crea obligado a alejarse de lo que se llama el pueblo para mantenerlo respetado, no vale más que el cobarde que se oculta del enemigo, por miedo a que se le venza. Al venir uno de estos días a la fuente, encontré ahí a una jovencita que, luego de haber llenado su cántaro, lo había puesto en la escalera y veía hacia todos lados para ver si encontraba a alguna compañera que le ayudara a subirlo a su cabeza. Bajé las escaleras y le dije a los ojos.
-¿Quiere ayuda, señorita?
   Se puso más encarnada que la grana y sólo atinó a decir:
-¡Oh, señor…!
-¡Vamos, vamos dejémonos de cumplidos! -repliqué.
  La chica arregló su rodete sobre la cabeza, le puse el recipiente y muy agradecida subió las escaleras de la fuente.

B. "FAUSTO"



 En la primera escena vemos a Fausto, un sabio, expresar su voluntad y su frustración:
FAUSTO.–Ahora ya, ¡ay!, he estudiado a fondo filosofía, leyes, medicina y por desgracia también teología, con ardoroso esfuerzo. Y ahora me encuentro, ¡pobre de mí!, tan sabio como antes. Me llaman maestro y hasta doctor, y diez años llevo ya zamarreando a mis discípulos, cogidos de la nariz, arriba, abajo, a este lado y al otro…, y veo que no podemos saber nada. Lo cual me achicharra la sangre. Cierto que soy más discreto que todos esos jactanciosos doctores, maestros, escribanos y clérigos; no me quitan el sueño escrúpulos ni dudas y no le tengo miedo ni al infierno ni al diablo…; pero, en cambio, también ha huido de mí toda alegría, no me imagino saber nada a derechas, no me hago la ilusión de poder enseñar nada, ni de mejorar ni convertir a los hombres. Tampoco tengo bienes, ni dinero, ni honor y lustre mundanos; un perro no habría podido aguantar tanto esta vida. Por eso me he consagrado a la magia, a ver si por la fuerza y el verbo del espíritu se me puede revelar más de un misterio, a fin de no tener más necesidad de decir, sudando la gota gorda, aquello que no sé; de reconocer lo que el mundo encierra en su más íntimo meollo, contemplar toda la fuerza operante y las simientes y no seguir atascado en palabras.
Mefistófeles convence a Fausto de que su diabólico poder le puede proporcionar la plenitud vital que está buscando, siempre y cuando pueda disponer de su espíritu tras su muerte. Fausto acepta:
FAUSTO.–¡Te brindo la apuesta!
MEFISTÓFELES.–¡Acepto!
FAUSTO.–¡Venga esa mano! ¡Diréle al momento: aguarda! ¡Eres tan bello! ¡Luego podrás tú cargarme de cadenas y yo me iré gustoso a pique! ¡Cuando doblen por mí las campanas, quedarás libre de tu servidumbre; cuando el reloj se pare y caiga el minutero, se habrá acabado el tiempo para mí!
MEFISTÓFELES.–Piénsalo bien, que no hemos de olvidarlo.
FAUSTO.–En todo tu derecho estarás, que yo no me he pasado de ligero. Tal como me encuentro, esclavo soy, es decir, tuyo o de quien fuere.
MEFISTÓFELES.–Desde hoy mismo serviré como criado a la mesa del doctor. ¡Pero solo una cosa!… Por si vive o muere, os ruego un par de líneas.
FAUSTO.–¿También exiges un escrito, so pedante? ¿Es que no has conocido a ningún hombre ni de palabra de hombre sabes? ¿No es bastante que mi palabra explícita haya de ir unida a mis días eternamente? […] ¿Qué quieres tú de mí, espíritu malo? ¿Bronce, mármol, pergamino, papel? ¿Quieres que escriba con cincel, escoplo o pluma? A tu elección lo dejo.
MEFISTÓFELES.–¿Cómo puedes exagerar con tanto calor tu locuacidad? Para el caso, cualquier hojilla es buena. La firmarás con una gotita de sangre.
FAUSTO.–Si eso te satisface plenamente, sea por la payasada.
MEFISTÓFELES.–Es la sangre un jugo muy particular.
Tras visitar la cocina de una bruja, que prepara un elixir para que Fausto pueda rejuvenecer y conocer el amor, Fausto se encuentra a Margarita en la calle, de la que se queda prendado, y pide ayuda a Mefistófeles para conseguir su amor:
FAUSTO.–Mi linda señorita, ¿podría yo atreverme a ofreceros mi brazo y mi compañía?
MARGARITA.–Ni soy señorita ni linda; puedo ir a casa sin escolta. (Se aparta y vase.)
FAUSTO.–¡Por el cielo, que es hermosa esa chica! ¡Jamás vi nada que se le pareciera! ¡Es tan decente y virtuosa y al mismo tiempo tiene algo de pizpireta! ¡La grana de sus labios, la luz de sus mejillas no las olvidaré en tanto dure el mundo! ¡Al bajar los ojos quedóseme profundamente grabada en el corazón, y el que sea tan reservada viene a colmar su hechizo! (A Mefistófeles, que llega.) Oye: tienes que proporcionarme a esa muchacha.
MEFISTÓFELES.–¿Cuál?
FAUSTO.–La que acaba de pasar por aquí.
MEFISTÓFELES.–¿Esa? Pero si venía ahora del confesor, que la absolvió de todos sus pecados, que yo me escurrí detrás del confesionario. Es una chica la mar de inocente, que ni necesidad tendría de confesarse; sobre ella no tengo yo ningún poder.
FAUSTO.–Sin embargo, ya pasa de los catorce. […]
MEFISTÓFELES.–Ahora, bromas y cuchufletas aparte. Os digo que con esa chica no se puede ir deprisa. Por la tremenda no se consigue ahí nada; hemos de valernos de la astucia.
FAUSTO.–¡Tráeme algo de ese tesoro angelical! ¡Llévame junto a su lecho! ¡Proporcióname una cinta de las que le ciñen el busto, una media de mi adorada!
MEFISTÓFELES.–Para que veáis que me intereso por vuestras cuitas y quiero serviros, no perderemos un instante y hoy mismo os introduciré en su aposento.
  

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